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“Necesitamos desesperadamente que nos cuenten historias. Tanto como el comer, porque nos ayudan a organizar la realidad e iluminan el caos de nuestras vidas.” Paul Auster

 

Si tomamos la acepción de narrar como todo acto de contar o relatar un hecho, o suceso, nos encontramos con que lo narrativo está inmiscuido en muchos aspectos de nuestras vidas. Esas cadenas de acontecimientos que se enmarcan necesariamente en un tiempo y en un espacio –a veces sugerido­– son como historias breves de algo que nos pasó, o le pasó a otro y que, esconden una sencilla estructura de principio, nudo y fin, adornada con descripciones, imágenes y diálogos que persiguen el fin de retratar con la mayor certeza lo acontecido, para acentuar, así, el grado de credibilidad de nuestra historia y poder conmover, entretener, convencer, etc. a quien esté escuchándonos. Esta naturalidad intrínseca del acto de narrar es parte de lo que nos define como seres humanos y de la necesidad de comunicarnos. Tenemos y sabemos, ya por naturaleza, ya porque nos han educado, la fórmula básica de comunicación: el papel que adopta el que habla, el que escucha, lo que dice, de qué forma lo dice y hasta si se adecua o no al contexto en el que lo está diciendo. Es decir que, en mayor o menor medida, todos sabemos narrar. Este tipo de narraciones cotidianas suelen ser orales, aunque también pueden ser escritas, como cuando en una carta o correo electrónico –o cualquier otro medio moderno de comunicación virtual– plasmamos una experiencia o un deseo en forma de historia.

Para delimitar el sentido de lo narrativo, se pueden establecer dos grandes divisiones, una atenta al fin y la otra, al medio.  En cuanto al fin que se persigue, están las narraciones literarias, producto de la creatividad de los autores y tendientes a movilizar la subjetividad del lector, y las narraciones informativas que intentan ser objetivas y que no persiguen fines estéticos, tales como las que suelen hacerse en las noticias.

La segunda división tiene que ver con el medio de transmisión. La narración oral es considerada una de las primeras formas narrativas; los cuentos y las leyendas populares, las epopeyas cantadas o recitadas por un juglar, por ejemplo, dan cuenta de que la oralidad fue la forma pionera de difusión de lo narrativo. Aunque lo oral es difuso y momentáneo, puesto que desaparece en el momento mismo de finalizar el acto de habla, estas historias fueron –y algunas aún son en ciertas culturas– trasmitidas por este canal, pasando de una generación a otra, atravesando la barrera del tiempo. Pero es a partir de la escritura y de la invención de la imprenta que lo literario se expandió y se enriqueció a tal punto de permitir el nacimiento del cuento moderno y de la novela (imposibles de concebir en términos orales).

La acepción literaria específica que lo narrativo es el acto de narrar una historia, o sucesión de hechos ficticios o imaginarios, en un tiempo y en un espacio determinado. Pero la noción de lo ficticio no excluye lo real, pues, por un lado todas nuestras creaciones tienen un basamento en la realidad y, por el otro, aun la historia más fantástica necesita responder una lógica mundana para ser creíble (verosímil). Así, las personas se convierten en personajes, los lugares son ambientes, lo que sucede es la acción, el que cuenta es el narrador, las charlas o conversaciones son diálogos, etc. En un sentido práctico, toda narración literaria es un mundo simulado.

Cielo Laruffa

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